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jueves, 15 de julio de 2010

Los recuerdos también sueñan



Por Gerardo Martínez


Todo estaba listo, a punto de empezar: la espera había acabado.

Era una noche lluviosa con rayos y truenos, me encontraba en mi sótano terminando la máquina que revolucionaría al mundo. Me había llevado treinta años de mi vida en construirla y hoy, hoy iba a probarla por primera vez.




Comencé por conectar todo, checar los niveles de energía y encender miles y miles de botones; puse un embudo, empecé a verter la gasolina y sonó el primero de tres contadores.

Después de cinco minutos corrigiendo los últimos detalles sonó el segundo contador. Ya me había preparado tan bien para esto, nada puede detenerme, mi máquina del tiempo estaba por cambiar el curso de la historia.

Había llegado la hora. Tomé todas mis provisiones y entré a la cápsula que me había llevado toda una vida en construir. Y sin ninguna dificultad el viaje comenzó.

Todo el cuarto se iluminó por una luz cegadora, no podías ni abrir los ojos de tanta luz que había, qué ironía. Mi cuerpo empezó a entumirse y al paso de unos minutos dejé de sentirlo.

En un abrir y cerrar de ojos me encontré en una selva. Era de noche; la oscuridad sólo era iluminada por estrellas. Poco a poco me fui abriendo paso; a lo lejos escuchaba gritos y cantos de personas, que mi conocimiento en historia no llegaba a comprender.

Mi interés por la historia siempre ha existido. Desde muy pequeño he querido saber cómo fue el pasado, conocerlo el pasado para entender el presente.

En mi juventud fui maestro, la verdad es que nunca estudié para ser maestro y mucho menos de historia. Siempre leo libros acerca de nuestro pasado y eso fue lo que me llevó a convertirme en historiador. Estudié literatura y esa fusión con la historia es impresionante.

Me guié por esos cantos que desconocía; al llegar al final, aceché de reojo y los vi: eran hombres de estatura media, con penachos coloridos, todos alegres, cantando y gritando. La enorme fogata que se encontraba al centro iluminaba todo alrededor.

De pronto trajeron una gallina, el pobre animal no sabia lo que le esperaba, tampoco yo… Fue una escena impactante, pero ellos cada vez más se emocionaban y exaltaban mientras la sangre goteando de la gallina era regada alrededor de la fogata.

Empecé a salir poco a poco de los matorrales donde me encontraba. Y entonces una de las personas que brincaban se me quedo viendo. Gritó y todos dejaron de cantar. De la nada tenía veinte pares de ojos sobre mí.

Mi piel se puso de gallina, el sudor me empezó a recorrer la cara y la boca se me había secado por completo. Di dos pasos hacia atrás y ellos empezaron a acercase a mí. Empecé a retroceder mientras avanzaban lentamente.

Y ahí fue cuando el contador volvió a sonar. Ellos se quedaron perplejos por aquel sonido que nunca en sus vidas habían escuchado. En un abrir y cerrar de ojos me transporté a otro lado.

Me encontraba en una pequeña colina. No tan lejos podía observar una pequeña choza. El cielo cada vez se nublaba más y los rayos se hacían visibles. Era obvio que necesitaba un lugar donde refugiarme, decidí ir a la pequeña choza.

Escuché una rechinosa puerta abrirse y, con el mismo impulso, cerrarse, yo me agaché y me escondí debajo de un mueble. Pude ver a un hombre alto, con cabello blanco y un traje negro; lo más raro del conjunto era un papalote que llevaba entre las manos.
Me pregunté qué es lo que estaría haciendo, pensé que se lo regalaría a su nieto o algún niño, pero no, el señor iba caminando hacia el punto más alto de la pequeña colina.

“!Por dios!”, pensé para mis adentros. El señor jugaría el papalote en medio de una tormenta eléctrica, “¡Señor! ¡Señor, disculpe! ¡No haga eso, es peligroso!” Le gritaba, pero no obtenía respuesta de por medio.

Los rayos cada vez eran más visibles y los truenos más ensordecedores. El hombre empezaba a desenredar su papalote y a correr. Con los fuertes vientos el papalote empezó a elevarse sin dificultad alguna. El papalote estaba ya casi muy alto y ahí fue cuando decidí actuar.

Salí corriendo de la choza mientras la lluvia caía sobre mí. Él se encontraba a unos veinticinco metros de mí. De pronto todo ocurrió tan rápido. El rayo cayó sobre el papalote, pegándole un fuerte golpe al hombre canoso, volando unos tres metros por el aire.

Yo también fui alcanzado por la onda del rayo y caí. Enseguida cerré mis ojos. El contador sonó otra vez…

Empecé a escuchar balazos y caídas de misiles, todos corrían, mi corazón pasó de estar apaciguado al alboroto: comenzó a latir muy fuerte. Me encontraba en algún campo en medio de la guerra.

Me percaté de que me encontraba en Verdún, Francia, todos corrían y disparaban, yo sólo intentaba correr para salvar mi vida. De pronto vi a un soldado herido y me pidió por favor que lo ayudase. Me incliné hacia el moribundo soldado, lo cargué y nos metimos en un pequeño refugio que se encontraba no muy lejos. De mi bolsa de provisiones saqué gasas, alcohol y objetos para ayudarle.

Él no paraba de darme las gracias. En eso me fijé en su collar; al leer el nombre que tenía grabado me quedé perplejo: el hombre a quien había ayudado hacía unos momentos era mi bisabuelo.

Al salir del refugio me tropecé y el contador sonó otra vez. La sensación de no sentir mi cuerpo me volvió a invadir de nuevo, ya estaba acostumbrándome. En un abrir y cerrar de ojos había salido de las trincheras. Ese fue uno de los alivios que te dejan volver a respirar normal.

Al despertar veía borroso y, poco a poco, fui recuperando mi vista. El cuarto era completamente de oro, las sillas, las mesas, los vasos, hasta objetos tan insignificantes como cucharas y tenedores eran completamente áureas.

Al cuarto entraron jovencitas muy simpáticas, llevaban puestos collares con unas flores que nunca en mi vida había visto, pero eran realmente bellas. Se reían muy alegremente, enseguida me jalaron los brazos y me pude parar. Yo no sabia dónde me encontraba.

Al salir por la puerta me di cuenta de que me encontraba en lo alto de una pirámide. Toda la gente del pueblo alrededor de ésta, gritando felizmente, bailando, todos muy emocionados. Pero lo que me dejó perplejo fue que todo brillaba de un color dorado intenso.

De pronto supe que me encontraba en Manoa.

Me encontraba en la ciudad de oro, que todo explorador moría por encontrar. Muchos habían muerto en el intento de encontrarla, otros decían que no existía, otros que era una maldición. Pero yo les podía decir algo: Manoa realmente existía.

Los habitantes de Manoa pensaban que era su dios o algo por el estilo, me daban muchas frutas y comida, me regalaban sus animales y muchas cosas más. Todo estaba muy bien, todo era calmado y pacífico, uno de los mejores lugares en los que he estado.

Bailaban para mí, y yo aplaudía de la emoción; los niños se me acercaban, me abrazan y yo les correspondía. Comía frutas deliciosas desconocidas, me regalaban platillos exóticos. Un niño se me acercó y me regaló un pequeño prendedor de oro. Todo era tan perfecto que había olvidado que estaba en un viaje por el tiempo.

El contador volvió a sonar, esta vez fue lento, pude ver cómo todos me observaban y todo empezaba a brillar, era la misma sensación que la primera vez. Mi cuerpo se empezaba a entumecer y poco a poco lo dejé de sentir.

En un abrir y cerrar de ojos me encontraba en un edificio. Era más bien como una fabrica. Afuera se encontraba gente gritando, yo me acerqué y un señor me dijo que por favor lo ayudase. En ese momento lo pude reconocer. Era él mismo, mi bisabuelo, el soldado herido que había ayudado en la guerra de las trincheras.

Se me quedó viendo muy extrañamente, como si me conociera y estaba en lo cierto: sí me conocía. Mi bisabuelo se encontraba con mi bisabuela y mi abuelo. Pedían que los ayudase porque no querían morir.

Mi bisabuelo me vio con una cara dudosa. De pronto me pudo reconocer. Corrió lo más rápido que pudo hacia mí con los brazos abiertos. El gran abrazo transmitió una sensación de unión y calidez. Me decía con voz cortada que ayudase a su esposa y a su pequeño hijo mientras lloraba sobre mi hombro.

Yo no tenía idea de cómo ayudarlos. Entré a la fábrica a pedir ayuda, subí las escaleras y me topé una pequeña oficina vacía ubicada en una de las partes más altas del edificio y por lo que pude notar elaboraban ollas y utensilios de cocina. Entré y me acerqué curiosamente al escritorio…

En él se encontraba una lista, con muchos nombres, sin pensarlo, me motivé a escribir aquellos nombres que me sabía con seguridad, eran aquellos nombres de mi sangre y procedencia. Salí corriendo de la fábrica… Mientras corría pude ver a mis bisabuelos, ellos me vieron, sonrieron y me gritaron “gracias”. En un abrir y cerrar de ojos un rayo de chispa con mucha intensidad cegó y dejo ante mi, la extinción de mi genética. El contador sonó de nuevo.

Desperté con la mente en blanco, me estiré con aún los ojos cerrados; mi mano no encontró el cuerpo de Brandy. Enseguida me senté sobre la cama y me froté bien los ojos. No era normal de Brandy despertarse antes que yo. Grité tres veces su nombre y no hubo respuesta alguna.

Salté rápido de mi cama, mientras seguía gritando su nombre. Me asomé en el barandal del segundo piso, buscando en alguna parte de la sala, pero nada. Bajé rápidamente las escaleras.

Salí hacia el jardín, y ahí estaba, mi hermosa Brandy tomando el sol, sentada en el centro del pasto verde, de espaldas a mí. Iba a saludarla, cuando una lucecita áurea me cegó por unos segundos. Entreabrí los ojos y vi que lo que brillaba era un prendedor dorado que ella tenía en el cabello. Ella se acercó a mí, iba a decirle... pero decidí callarme todos los minutos para mí.

En un abrir y cerrar de ojos me di cuenta de algo: no se puede olvidar el tiempo, más que sirviéndose de él.

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