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sábado, 17 de julio de 2010

Conciencia*


Por Andrea Pérez Navarrete

Papá se fue cuando yo era muy pequeña. Mi mamá siempre decía que no me pusiera triste por no haberlo conocido, decía que no valía la pena. Sin embargo, uno crece con la duda de cómo era y por qué se había marchado. Mi hermanita lo preguntaba cada vez que tenía oportunidad, mi mamá sólo hacía muecas y no contestaba, ya estábamos acostumbradas.

Vivíamos en un cuartito y ahí acomodamos las pocas cosas que teníamos. Mamá decía que había que agradecer aunque sea eso poco, trataba de hacernos creer que “Dios sabe porqué hace las cosas”. Yo siempre creí en que nosotras no existíamos para Dios. Ella le prendía una veladora todas las noches a la virgen, la oía llorar y pedirle que nos aguardara. Se escondía, no le gustaba que la viéramos triste, siempre quiso demostrarnos que siendo fuerte se puede salir adelante.

Ella no quería, pero yo insistí en trabajar pues el dinero de la buena voluntad de la gente no era suficiente, nunca consideré a la caridad como algo para subsistir. Comencé con unos pocos pesos y le compraba chicles y otras chucherías a una señora que vivía por nuestro rumbo y tenía una tienda de abarrotes. Me rebajaba los precios para que yo pudiera revenderlos en el centro. No siempre me iba bien, si alcanzaba para la comida de mi hermanita, había sido un buen día. Otros, llegaba a casa sin nada. Hacía hasta lo imposible por ayudar a mamá. Nuestra vida era difícil y sin mí, no sé que hubiese pasado con ambas.

Uno de esos días quise llegar a casa más temprano de lo acostumbrado. Me había ido bien y eso no se daba muy seguido. Unos turistas se habían acercado, compraron varias golosinas y algunos cigarros, luego me dijeron algo que no entendí, tomaron una fotografía y se fueron; me pagaron en dólares.

Ya estaba cerca de casa y alcancé a oír gritos y llantos que provenían de ella. Me apuré para ver qué ocurría; una sensación fría me invadió. Estaba a punto de entrar cuando un hombre salió de la casa apresurado empujando mi cuerpo cansado; huyó sin mirar atrás. Yo caí al piso por el golpe y quedé medio atontada mirándolo alejarse; reaccioné al escuchar los desesperados gritos de mi hermanita. Entré y vi a mi madre tirada en el piso entre charcos de color intenso. Su cuerpo estaba semidesnudo, golpeado, sudoroso. Mi hermanita se mostraba en un estado incontrolable sentada a unos metros del cuerpo con manos y piernas atadas. Toda esta imagen de agonía y dolor pasó eterna ante mis ojos. Las lágrimas brotaron, la ira me invadió. Corrí hacia mi hermanita e intenté desatarla hasta lograrlo. Me acerqué al cuerpo de mi madre. Sentí que el corazón se me saldría del pecho, mis ojos ardían por el coraje. Con la fiereza más profunda de mi ser se desprendió un grito casi inmortal.

Miré a mi hermana y desesperada le grité en busca de una explicación. Ella estaba ahogada en llanto. Me miró y con palabras entrecortadas alcanzó a murmurar: “Pude conocer a papá…”.


*Cuento ganador del Concurso de cuento de la Preparatoria Modelo 2010.

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